
Clotilde vivía de las compras. Respiraba comprando, su vida era ir de tiendas, oler la ropa nueva colgada en sus perchas, acariciar los tejidos suaves como la piel de un melocotón, o ásperos como la tela de las cortinas. Comprar era su afán primero, su sueño, su meta diaria, sus buenos días y sus buenas noches.
En los grandes almacenes su felicidad llegaba al éxtasis. Pasábase horas y horas probándose trajes y blusas y faldas y vestidos de fiesta con lentejuelas, y sujetadores y bragas, y zapatos y sombreros y bufandas y guantes y boinas y abrigos y chubasqueros y todo lo habido y por haber, y todo lo cosido y pegado y remendado. Y compraba y compraba, y se llevaba a su casa con la excusa de probarse cientos de prendas que al día siguiente devolvía enseñando religiosamente el tiket de rigor, para que no hubiera dudas.
Lo malo era que nada le quedaba bien. No era una excusa para devolver la ropa, era verdad. Aparte, claro, de que no podría permitirse pagar toda esa mercancía... No era una excusa. Era que no estaba hecha ella con las hechuras apropiadas para encasquetarse toda esa maravilla, en su cuerpo pequeño y desproporcionado. En realidad ni pequeño ni desproporcionado, si no sencillamente normal, uno de tantos, del montón.
Cuando se enteró el último domingo que así, sin venir a cuento, abrían el corte inglés de preciados, no lo dudó, se puso loca de contenta por encontrar un día extra de tiendas, así de repente, como un regalo. Y madrugó. Y allá que se fue ella de mañana a recorrer ese santuario, y allí se quedó, siete horas de reloj completas. Y sólo se permitió salir media hora de nada para comer un poco, porque se dio cuenta que el hambre hacía crujir sus tripas, y porque un mareo muy raro la tenía como en las nubes, y ya le dolía la cabeza. Y después del refrigerio se sintió un poco mejor y volvió a subir aquellas escaleras mecánicas tan bonitas, y siguió probándose chaquetas y faldas y pantalones, sin tregua y sin descanso, hasta que todo se volvió negro, negro, negrísimo, y ya no sintió nada, ni siquiera frío...
Y allí, a las 10 de la noche se la encontró, tiesa como un palo, la última empleada que recogía perchas por los probadores.