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He estado en el pueblo! En mi casa grandota toda destartalada. Llegó el verano y hay que poner a punto la casa para esos meses calurosos. Somos muchos. Por desgracia yo no podré pasar allí mucho tiempo seguido, porque mi trabajo me tiene aquí recluida hasta finales de agosto.
Mis hermanos empezaron hace tres fines de semana. Los muebles salieron a tomar el fresco al patio, allí reposan en el suelo de piedra montones de viejos cachivaches, esperando que las habitaciones se vistan otra vez de blanco, que buena falta les hace...
El patio es cuadrado, con columnas de piedra, rodeado de galerías a la manera de las mansiones romanas, aunque con menos pretensiones... Hay una hiedra enorme e insaciable que se lo come todo, crece y crece mientras se va sustentando de las paredes de tierra, se cuela por los hierros de los balcones y los aprisiona como si se tratara de una serpiente gigante, estrangulados. Pero es preciosa. En ella han anidado últimamente multitud de pajarillos que acuden cuando llega el ocaso. Alegran el patio con sus trinos hasta que llega la hora de dormir.
El sábado decidimos que había que podar un poco de esa planta glotona, y nos pusimos manos a la obra. Armados de palos, escobas, risas y jolgorios nos pusimos a apalear las ramas para hacer caer todas las hojas muertas, y algunas aún lozanas también. Y se formó en el suelo una montaña de hojarasca verde y amarilla, y las avispas salieron huyendo, y luego barrimos y barrimos llenando espuertas que iban a parar al corral arrasado.
Yo recordaba otros años cuando en mi infancia sacábamos a limpiar el toldo, un toldo de lona azul enorme que despanzurrábamos en el suelo ocupando toda la longitud del patio. Y venía La Dolores, una mujer viejecita ya, vestida de negro, que se ponía a coser remiendos a todo lo largo de la tela con agujas enormes y un grueso hilo de bramante. Y el toldo iba recuperando su prestancia, y después unos obreros venían y lo izaban hasta lo más alto, lo colgaban de sus cuerdas y ya el verano perdía su fuerza... y entonces el patio de mi casa era el lugar más acogedor y fresquito del mundo.
Fue un duro día el sábado. Estuvimos pintando de blanco los dormitorios de abajo, de paredes irregulares y llenas de humedad rebelde, difícil de quitar. Una brocha para cada uno, música sonando en la radio y las fuerzas acabándose poco a poco.
Cuando la tarde acababa estábamos todos reventados. Yo estaba tan agotada que empecé a tener otra vez síntomas de ansiedad, y me tumbé en un sofá en la galería de arriba, desde donde se ve la hiedra. Y allí me dispuse a esperar por ver si venían los pajarillos, y por ver que hacían cuando viesen su casa medio destrozada... Fue una larga espera. Venían con decisión, dispuestos a descansar de su jornada cantarina, pero al ver el destrozo salían huyendo asustados, y luego venían más, y lo mismo. Empezaron a venir de dos en dos, de tres en tres, miraban, volaban alrededor, se juntaban a conversar entre ellos, como si tuvieran que tomar una decisión tremenda. Hasta que uno de ellos se decidió, y se coló entre las ramas mientras la noche iba cubriendo el patio, y mi madre por fin pudo dormir tranquila.
Ahora estoy en Madrid, descansando en casa. El viaje me trae recuerdos y una cierta preocupación por el futuro. Somos seis hermanos. Mi padre ya no está, su recuerdo vive en todos los rincones de la casa. Y un día, cuando mi madre ya no esté, tal vez no sepamos ponernos de acuerdo. Y yo no me imagino sin esa casa donde volver siempre, ese refugio donde están mis raíces, y si lo pierdo no sé qué podré hacer con la tristeza.
Y espero que ese momento no llegue nunca.
Pero el tiempo es implacable...
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